miércoles, 2 de abril de 2008

Mujer sostenida por alfileres


Las mariposas secas que cuelgan de la pared, observan sin desempolvarse el ya viejo ritual en la cama. Clavadas con alfileres imaginan las dolorosas punzadas en el vientre de ella. Imaginan lo que está sintiendo, recuerdan ese dolor.
Las mariposas se acostumbran a todo ese tedio atrapado entre las paredes azules. Los trajes carcomidos en el ropero fingen que duermen. Ella permanece inerte en la cama mirando el techo liso, blanco; no hay bordes ni texturas qué convertir en pájaros, en nubes, o en serpientes. No hay objetos ni formas que le den imágenes para escapar. Su sangre se hace más pesada, ya no mueve las pupilas, no parpadea; se pierde en un mismo punto del techo, en la nada.
Con el vaivén de sus cuerpos, se le desprenden las alas; caen secas entre las sábanas ásperas, el sudor le carboniza la piel y tras las ventanas, parece que comenzará a llover. En su cuerpo, entra el rencor como el veneno del escorpión que la mata lentamente. Quisiera ver una puerta abierta, una luz entre los poros brillantes de las mariposas, una ventana en el desapego de sus alas…
Sus manos como ramas secas, se aferran a ella en el último estremecimiento; temblores como témpanos de hielo, atardeceres enrojecidos y los párpados como cerrojos. Entre las palpitaciones que guarda su pecho, están los aleteos de las mariposas que se van.

Se hace a un lado sin mirarla, afuera llueve, y el golpeteo de las gotas en la ventana interrumpe la danza de los escorpiones que acribillan sus sueños. Escucha de nuevo los insectos escarbando las paredes, mira las mariposas quietas en sus cajas de vidrio. Hay telarañas que le tejen la espalda a la sábana. Balbuceando él le pregunta si ayer vino el camión del gas. Antes de responder, él ya duerme sin saber que una vez más, ella ya está muerta.


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